LUMPEN
Cuando se instaló en
el zaguán de casa era tan feo, tan ordinario, que ni siquiera supe cómo
llamarlo. Largo y petiso, cuerpo ancho pero patas bien finitas terminadas en
uñas afiladas, hocico corto y puntiagudo, con un colmillo siempre afuera y ojos
chiquitos tirando a malvados. Su cuerpo, amarillento de pelo corto, la cabeza y
las orejas marrones de pelo largo. Era el Frankenstein de los perros, parecía
hecho con restos, hasta la cola la tenía rala como de comadreja. Igual me dio
lástima y le puse comida y agua, con lo que me gané un inquilino que diez días
más tarde seguía instalado y haciendo pis en mi zaguán. Zafó porque nunca llegó
a hacer caca, que ahí lo revoleaba. Pero pensé que me vendría bien tener un
guardián en la puerta. Pensé mal. Cuando entraba alguien ni se molestaba en
correrse, menos aún en mirar y ladrar. Nada. Era tan inservible como feo. Al
final lo bauticé Lumpen y el nombre le hacía justicia: era el más auténtico
representante del lumpenaje canino. Una virtud tenía: era tan inútil como perro
que ni siquiera me saltaba cuando llegaba. Eso me hubiera sido intolerable.
La cuestión es que
quedó viviendo ahí y yo como una infeliz lavando el zaguán todos los días,
pasando un trapo con perfumol para que el olor a pis no inundara la casa.
Un día de ésos que
parece que no va a pasar nada, pasó algo sorprendente: tocaron timbre, me asomé
y había tres tipos vestidos con monos naranja que se anunciaron como
funcionarios de la Compañía del Gas. Dijeron que venían a controlar, que se
había detectado una pérdida y no sé que otras cosas más. Abrí la puerta para
dejarlos pasar pero Lumpen se paró, se puso en el mismo centro del zaguán
gruñendo como una fiera. Con los pelos de la cabeza erizados, parecía un león
furioso.
-Saque al perro,
señorita -dijo uno de los tipos- por favor.
-A ver, Lumpen, movéte
para que pasen los señores- le dije.
A lo mejor además de
feo era sordo, porque no dio la menor señal de haberme oído. Uno de los tipos,
un petiso que se ve que mandaba, amagó a pasar y Lumpen con una agilidad
impensable, le saltó directo a la yugular y quedó ahí prendido. El tipo gritaba
y se sacudía de lado a lado, los otros tironeaban del perro y era peor, tiraban
más de la yugular que ya se había perforado y sangraba dejando mi zaguán a la
miseria. ¡Y que griterío! Al final lo soltó, reculó y se echó cerca de la
puerta como si na. Los tipos levantaron rápido al moribundo y se lo llevaron,
ni vi para donde.
Pah, que momento, que
tensión, ¡que sorpresa! ¿Qué locura le había dado a este perro? Sin saber qué
otra cosa hacer, me metí para adentro y cerré la puerta con tranca. Me voy a
preparar un té a ver si me calmo, pensé, y con eso en mente fui a la cocina a
prender la jarra eléctrica. Mi cocina es mi lugar en la casa, tengo una mesa
enorme y ahí hago todo -está mi máquina de coser y mis cosas de pintar- porque
es muy soleada y luminosa. También están la tele y la radio. Yo soy más de la
radio, que siempre está prendida. Justo en ese momento siento “…la banda
naranja” y empiezo a prestar atención, pero ya tocaban una música rara. Había
terminado la noticia y me quedé sin saber nada. De todos modos sentí que había
corrido un gran peligro y Lumpen me había salvado. La palabra “banda” sugiere
tantas cosas que mi imaginación volaba y casi que veía el copamiento, el
asalto, la violación, hasta mi muerte ¿por qué no? Se me cayó un lagrimón y me
nació un gesto de agradecimiento. Corté un pedazo de cuadril que había comprado
para hacer milanesas y se lo llevé a Lumpen, que me miró con sus ojitos
malignos y ni siquiera movió la cola. Se lo dejé ahí nomás.
A la mañana siguiente
amanecí en el Hospital de Quemados. Parece que la chispa que hizo la llave del
baño cuando prendí la luz, hizo explotar la casa que estaba llena de gas por
una pérdida. Me salvé de milagro, con la mitad de mi cuerpo quemado y algunos
huesos rotos. Dentro de tres meses cuando salga de acá, espero que ese perro
inútil se haya ido a la mierda, pero por las dudas, voy a usar todo este tiempo
para planear mi venganza.